El cielo de verano en el campo era un festival de luces. Allá en el horizonte, una fila de hormigas brillantes titilaba mientras avanzaba hacia la costa: era la Ruta 2, en su versión angosta. Más cerca, donde la oscuridad ocultaba maíces y girasoles, las luciérnagas jugaban a las escondidas y nosotros intentábamos vanamente contarlas hasta que el cansancio nos vencía. Por encima, en el círculo que dibujaban las copas de los paraísos, se extendía el lienzo impecable de la noche con más estrellas que las imaginables en la rutina de nuestra adolescencia urbana.
Pero en febrero, estábamos en Altamirano y en esa quincena de vacaciones todo era posible porque la vida era tan simple como austera. Sólo había que acomodarse a la naturaleza, ejercitar ojos y oídos y dejarse llevar por el encanto de estar por estar nomás. Además del calor y la polvareda, ese mes traía un paréntesis profano, el tiempo del no-tiempo, el momento sin límites ni memoria: el Carnaval. Y con él, llegaba el anuncio del Gran Baile Gran.
Parece increíble, pero esos días revolucionaban a todos los habitantes de la pequeña comunidad. Grandes y chicos, sin abandonar las tareas propias de la vida agropecuaria, se lanzaban a un frenesí organizativo para que la fiesta resultase exitosa e inolvidable.
También para nosotras, las “forasteras”, esa ocasión era única. A diferencia de los bailes de nuestro club de barrio, este se daba una sola vez al año y nuestra presencia era mirada, analizada y chusmeada con amplia notoriedad.
Por eso, en la valija llevábamos lo más destacado del guardarropas y una caja de maquillajes que sólo allí nos permitían usar (aunque ese era un secreto bien guardado que los “lugareños” debía ignorar).
Recuerdo que el alboroto comenzaba temprano. A media mañana, algún adulto señalaba una “baba del diablo” enredada en el laurel de la huerta y pronunciaba la temida frase: - Me parece que va a llover…
¡Caíamos en gran angustia! Si se suspendía para el sábado siguiente, ya nos habríamos vuelto a Lomas. No podía ser. Sacábamos a relucir cruces, cuchillos, sal, huevos y todo lo que permitiese exorcizar esa posibilidad.
Pero al mediodía, el peligro se superaba. Después del almuerzo, los grandes se iban a dormir la siesta. La generación intermedia se dedicaba a tender trampas mojadas para que al levantarse, en algún lugar de la casa les cayera un chaparrón inesperado. Y cuando eso ocurría, llegaba la venganza y todos perseguían a todos, balde o manguera en mano, hasta que el patio de tierra era un pantano y nos convertíamos en muñequitos de barro a los que sólo se les veía el blanco de los ojos y los dientes.
Por un rato, el caos reinaba en paz y las risas tapaban el canto del pajarerío pampeano.
Con la tardecita llegaba el mate. Se firmaba el armisticio, sin ganadores evidentes, y se pronosticaban nuevas estrategias para el año siguiente.
Las chicas teníamos prioridad para usar el baño – a 20m de la casa- porque se conocía nuestro complejo preparativo para el evento de la noche.
Y entonces… “en la raya de lo oscuro”, como decía el poeta, la comitiva familiar partía en los dos jeeps hacia el centro poblado que consistía en tres cuadras sin asfalto, algunos comercios, la delegación policial, en un extremo la Estación de Ferrocarril y en el otro, el Club Social. Las veredas orladas de banderines multicolores, despejadas para la primera parte del festejo: el desfile de carros alegóricos llevando a las candidatas a Reina del Carnaval.
¡Nadie imagina la importancia de ese momento! Generalmente, se presentaban unas cuatro o cinco aspirantes, los pimpollos más bellos del pago. Todas alrededor de los veinte, apadrinadas por los comercios e instituciones principales. Nada que envidiar a los grandes concursos en cuanto a gracia y producción. Desfilaban en sulkys muy decorados y arrojaban flores al público que las aplaudía con entusiasmo. En el trayecto, las observaban los miembros del Jurado que eran seleccionados entre los vecinos de reconocida probidad y respeto.
Tengo que abrir un paréntesis obligado para que no crean que este era un paraíso de fraternidad intachable… Recuerdo un año en que el Tío había sido nombrado jurado y todos nos sentíamos parte del poder ciudadano que emanaba tal decisión. Pero nuestro entusiasmo se fue a pique la mañana anterior cuando el Tío llegó furioso a la casa y anunció su renuncia indeclinable al cargo. Hasta agregó una puteada que nos resultó extrañísima porque nunca se había escuchado de sus labios. Cuando retomó el ánimo y aceptó el vermouth con fernet que le ofrecían, se sentó en su viejo banquito de matear y contó cómo uno de los padrinos había pretendido comprar su voto a cambio de… ¡un casal de gallinas de raza!
Cierro el paréntesis y vuelvo a la celebración.
El desfile transcurría con música de fondo y un locutor animoso, mientras tanto los concurrentes acompañábamos con derroche de papel picado y serpentinas. No faltaba el pícaro que andaba rociando a las personas con un pomo plástico hasta que alguna señora mayor recibía el chorro en el cuello y lo corría a carterazos.
Lentamente, la multitud se iba encaminando al final del recorrido donde –volviendo al comienzo del relato- se consumaba la apoteosis de la iluminación. A estrellas, bichos de luz y faros de vehículos se sumaba el patio del Club, cruzado en todo su largo y ancho por decenas de lamparitas de colores que formaban un techo mágico para las mesitas y sillas plegables. Al fondo, se levantaba el escenario con guirnaldas de globos y detalles florales. Las concursantes avanzaban hasta ese corazón del espectáculo, sonriendo con algo de nervios y resintiendo un poco los tacos altos. Un grupo de jóvenes las escoltaba y el locutor, volvía a presentarlas a la espera del recuento de votos. Ese era el punto máximo de suspenso y minutos después, el hombre –bien trajeado- leía en alta voz el nombre de la nueva Reina. Aplausos, corona, saludos, lágrimas de emoción, lágrimas de frustración, quejas de los padrinos, abrazos de los parientes, ilusión de las más chicas soñando con llegar al escenario…
¡Ahora sí! El baile comenzó. Bajan las niñas y suben los músicos: un cuarteto típico con bandoneón, guitarra, violín y contrabajo. Las luces fluorescentes disimulan el negro raído de sus trajes que llevan años trajinando la Provincia para llevar arte a cambio de un escueto cachet. Son hombres cincuentones; manejan tan automáticamente el repertorio que, si se durmiesen, seguirían tocando sin perder el ritmo. Valses, pasodobles, polcas, milongas y chamamés. Tocan una primera serie y luego se suma el cantor. De su voz brotan algunos tangos y sólo quedan en la pista las parejas que saben bailarlos. Los demás hacemos coro para admirarlos… -¡Vea Ud! Quién diría que el carnicero bailara así…y ella, ¿quién es?...ah, la hermana de la modista. ¡Qué pareja!
Y se preguntarán dónde andaba yo. Al costado del
palco de la Reina, tomando una Coca-Cola con pajita y conversando con el
Daniel. Tiene 19 y unos ojos verdes que destacan en la cara muy tostada por el
sol. Trabaja en la Estación. Cuando apenas aclara, recibe los tarros de leche
de los tambos y los carga en el vagón que los llevará a Bs. As. A la tarde,
ayuda en el campo a su papá. Terminó la primaria y sus padres querían que
hiciese el secundario en Brandsen, pero no quiso. Le gusta su pueblo, el
trabajo del campo y para eso, me dice, “no hacen falta libros”. Nos conocimos
el año anterior, en la misma circunstancia, por eso nos vimos y enseguida
retomamos la charla. Bailamos después, cuando se va el cuarteto y un tocadiscos
bastante cascajo comienza a traer los temas de esa nueva movida que llaman
“rock nacional”. Es el momento de los más jóvenes. Se baila, se charla y
alguien inicia una guerra de nieve en espuma que es la última novedad del mundo
carnavalero. Pasó
la medianoche y no nos convertimos en calabaza. La nieve me pegoteó el pelo y
la transpiración (por el calor de las lamparitas) le empapó la camisa a Daniel.
Consumimos litros de gaseosas y comimos bastante papel picado.
-¿Cuándo te vas?- pregunta mi compañero.
-El viernes. A lo mejor volvemos en Semana Santa.
- Entonces podemos vernos ahí.
- Claro…
Sin esperar las rifas del final, la familia decide
volver. La noche está bien cerrada y casi no quedan sulkys ni caballos en el
palenque. Los jeeps ronronean al arrancar y levantan tanto polvo que hay que
cerrar las ventanillas para no ahogarse. En la cartera guardé una serpentina de
recuerdo. Entre la nube, se van borroneando las luces del Club y el brazo de
Daniel despidiendo la mejor noche del verano.
Texto: María Rosa de Garín
Octubre/2016
Fotos: Ricky Kimmich
23 de Octubre 2016
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