domingo, 9 de marzo de 2014

Laguna las Toscas

 La laguna de las Toscas o del Gato - Rawson
La extenuación de los caballos se hace sentir por todas partes. El General en Jefe
empleaba activamente la vanguardia en recoger yeguas chúcaras y potros, que nos
dejaba en corrales para remontar la caballería. Uno de los espectáculos más novedosos que se ofrecían a la vista era el de una división entera, montada en potros indómitos, y aquella doma de mil quinientos caballos, cayendo, levantando, haciendo piruetas en el aire o lanzándose a escape por los campos, hasta que a la vuelta de dos horas de lucha los brutos vencidos, la División recobraba su orden de marcha cual si fuera montada en caballos domesticados. El paisano correntino o entrerriano, nadando o domando, es un prodigio de resistencia, de osadía y de fuerza. Sucedía empero, en la distribución de los caballos lo que en todas las cosas por falta de organización y de método. El jinete es insaciable de caballos, y los jefes de unas divisiones, más afortunados que otros, estaban remontados con profusión, mientras otros carecían de lo indispensable. Los brasileros sufrían más que nadie, y el brigadier Márquez mandaba reclamos día a día avisando la deplorable situación en que venía, falto de caballos para la artillería y lo más urgente.
 Últimamente su edecán vino de su parte a verme, y me encargó a su nombre formularse una protesta, diciendo que sólo pedía ciento treinta caballos; que sus oficiales marcharían a pie, que él marcharía a pie; pero que no podía ver los sufrimientos de los ingenieros europeos de las baterías de fuegos a la congrève; que la artillería venía a pie, y que no pudiendo comprar caballos, como lo había hecho en Rosario, reclamaba como un deber, como una atención y una deuda se le diesen los caballos que pedía. El Mariscal me hacía decir que deploraba el no poder venir a verme por consideraciones de posición de que no le era permitido prescindir.
 Había en ésta verdadera escasez de caballos, como he dicho antes, desorden en la
distribución, que estaba a merced de la diligencia de cada jefe; pero había además mala voluntad, y ese desprecio del paisano elevado a un alto rango, por el extranjero, y sobre todo por el brasilero. Yo oía en torno de mí reír de las quejas de los brasileros y remedar su idioma al exponerlas. Por otra parte yo me había propuesto un plan de conducta de que no me desvié durante toda la campaña, y era no apartarme un minuto del lugar donde estaba el Mayor General, a fin de evitar interpretaciones desfavorables. Al día siguiente, sin embargo, como se acercase, por accidente del terreno, la cabeza de la columna brasilera a la nuestra, me acerqué al Mariscal, quien a poco se explayó conmigo, y me expuso en los términos más sentidos la situación de su cuerpo de ejército, en lo que no dependía de sus propios recursos. Para nosotros, me decía, esta guerra tenía objeto más alto que echar por tierra a Rosas. 
 Una de las calamidades de que somos víctimas argentinos y brasileros son los odios recíprocos de estas dos naciones fronterizas, y cuyos intereses son comunes en los ríos y en la política americana. Hemos solicitado formar parte del ejército expedicionario con el fin de que el contacto diario, la 102 mancomunidad de peligros y de fatigas, disipase estas fatales preocupaciones; queríamos ser estimados de los argentinos, como nosotros los estimamos a ellos. Este grande objeto de la política del Emperador ha quedado malogrado en la práctica. Nosotros formamos aquí un grupo aparte, no nos comunicamos con nadie; nadie se nos acerca, y podríamos decir que veníamos en medio de enemigos. Somos descuidados, y mis reclamos de lo más urgente son desoídos.
 
El Mayor General a cuyas órdenes vengo, no me imparte órdenes, y sea que sus ocupaciones no se lo hayan permitido u otra causa, no he merecido que me saludase al incorporarme a su ejército. No lo siento por mí, yo no soy nada en este asunto; pero, al fin, soy el Jefe de las armas imperiales, el representante de uno de los aliados, y a estos títulos merecía alguna consideración. No habiéndome visitado a mi llegada, el Mayor General, no he podido acercármele, y esto me ha privado de ponerme en contacto con los jefes superiores argentinos, y acaso allanar dificultades,
que se hacen mayores cuando se tratan desde lejos, etc., etc. ¿Qué contestar a estos
cargos, expresados con tanta dignidad y mesura, emanados de fuente tan alta, y dirigidos contra los que representaban por su posición, el nombre, la hospitalidad, la buena crianza de los argentinos?
 El General en Jefe de las fuerzas brasileras no había recibido al incorporarse a nuestro ejército, la bienvenida de un paisano que se llamaba Mayor General, y que en condiciones ordinarias no se había creído el igual del brigadier Márquez, hoy Mariscal, joven cumplido, de una educación esmerada y el más digno representante de una nación culta. Yo no tenía cara para mirarlo; pero ofendido como argentino del baldón que aquellos procedimientos inciviles echaban sobre todos nosotros, justifiqué a los argentinos, diciéndoles que el Mayor General era un pobre paisano sin educación, en quien eran encogimiento cerril, más bien que intención ofensiva, aquellas negligencias; y como yo veía desmoronarse ante la inspección diaria de nuestras marchas y de nuestra capacidad militar el antiguo prestigio de nuestras armas, me esforcé en hacerle comprender que aquello que llevaba el nombre de ejército argentino, era sólo levantamiento en masa de paisanos de las campañas; que nuestros ejércitos, los que habían llevado nuestro pabellón a todos los extremos de la América, eran otra cosa, y estaban ahí; pues ni la ciencia ni las tradiciones militares, ni nuestros jefes de línea habían desaparecido, no obstante que estaban oscurecidos por ese paisanaje arrebatado por los caudillos a sus ocupaciones, etc., etc.
 
 Contóme entonces, que tenía partes de la vanguardia en que el coronel Osorio, jefe del Regimiento núm. 2 de caballería, se lamentaba igualmente de ir casi a pie, mientras que todas las otras divisiones de caballería estaban con profusión montadas. Aquel regimiento se componía de misioneros, y nuestros jinetes se quedaron luego no poco sorprendidos al verlos cabalgar potros con más gracia que ellos, y enlazarlos indistintamente con la una y la otra mano, sin que sus arreos militares, su lanza, su espada y pistola a la cintura los embarazasen para nada.
 Esforcéme, pues, en atenuar aquellas faltas indisculpables, y aun allanarle el camino, para que, sin dar valor a omisiones de civilidad que suponían intención, donde no había más que incapacidad, fuese al Cuartel General y se pusiese en contacto con el que hacía las veces de jefe. Aceptó con gusto la idea, y dos o tres días después, a pretexto de la victoria de los campos de Cabral, se nos apareció en nuestros reales, felicitó al general Virasoro, y aquella interdicción quedó allanada. Era lo más cómico ver a gente de chiripá y mugrienta, que no tenía ni listas de sus cuerpos, ni podía hablar dos palabras en orden, riéndose de los brasileros, cuyos oficiales subalternos pertenecían a las familias más distinguidas del Brasil, cuyo equipo en campaña era el mismo de las ciudades y cuyas tropas eran un modelo de disciplina, de orden, y de ciencia estratégica en sus marchas y acampamentos.
 Yo me divertía en las marchas en hacer tirar piedras a los amigos militares paisanos de que venía rodeado. ¿Dónde acampan los brasileros?, preguntaba al bajarme del caballo: Pónganme la puerta de la tienda para ese lado, para disparar esta noche, si hay sorpresa; porque nosotros no sabemos más que sorprender o ser sorprendidos. -Digan lo que quieran, decía alguno, no hay soldados más valientes que los argentinos. -¿Cuáles, les preguntaba yo con sorna, los negros? -Más valientes son los 103 negros orientales que han tenido en jaque a nuestros batallones de negros en Montevideo nueve años. -Pero ¿y nuestra caballería? -Es mejor la francesa, que en África arrolla gauchos más de a caballo y más valientes que nosotros. -Con que hay gente más de a caballo que los argentinos. -Sí, los ingleses, que tienen mejores caballos, saltan zanjas de siete varas de ancho y cercas de dos de alto. -Pero un gringo no se tiene a medio corcovo. -Eso prueba su superioridad.
Es preciso que seamos tan torpes, como somos para estar expuestos a cada rato a perder la vida o un brazo, porque no sabemos educar bien a un caballo: en Inglaterra no corcovean los caballos. En cambio corren más que los nuestros, y les son superiores en fuerza y belleza, porque los ingleses saben más que nosotros de caballos. Ellos mandan hacer los caballos a su gusto.
Y de éstas, cien paradojas, cuya extrañeza y absurdidad los enfermaba de rabia. La disputa sobrevenía, y no pocas veces concluía con persuadir de su verdad a los más
testarudos.
Texto extraído del libro de DomingoF. Sarmiento. "Campaña en el Ejército Grande"

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