MEMORIAS DE UN VAGÓN
DE FERROCARRIL
De EDUARDO
ZAMACOIS
Capítulo I
La alegría de andar. (Croquis de un viaje por tierras
de Puerto Rico y Cuba, Estados Unidos, Centro
América y América del
Sur.)
Nací, por fortuna mía, vagón de primera clase, y mi ejecutoria acredita la reciedumbre y nobleza de mi origen. En las buenas estaciones provincianas, y más aún en las fronterizas, donde abundan los tipos cosmopolitas acostumbrados a viajar, mi aspecto prócer y la pátina oscura que me dieron, primero mis barnizadores y luego la cruda intemperie y el polvo de los caminos, dicen mi largo historial vagabundo y atraen la curiosidad de las gentes.
Procedo de Francia, de los
famosos talleres de Saint-Denis, pero fui construido con materiales oriundos de
diferentes países, y esta especie de "protoplasma internacional" — llamémoslo
así — que me integra, unido a mi vivir errático, me vedan sentir fuertemente ese
"amor a la patria", en cuyo nombre la ciega humanidad se ha despedazado
tantas veces.
La. Compañía que me trajo
a España paga con arreglo al cambio de aquel día veinte mil duros por mí. Los merezco.
Casi en totalidad estoy hecho con piezas de caoba y encina que, tras de perder
toda el agua de sus fibras leñosas durante varios años de estadía en los secaderos,
fueron severamente endurecidas bajo la llama del soplete; únicamente ciertos pormenores
y adornos de mi individuo son de roble, y me cubre una tablazón de "teak",
madera muy semejante al pino que viene del Norte europeo, y es inaccesible a los
cambios atmosféricos.
Mi peso
neto — quiero decir— cuando estoy vacío, excede de treinta y seis toneladas.Tengo más de diez y ocho metros de longitud y tres metros y cincuenta centímetros de altura, y la amplitud de mi techumbre cóncava posee una majestad de bóveda. Durante muchos meses numerosos forjadores, carpinteros, ebanistas, tapiceros, fontaneros, lampistas, electricistas, estufistas y cristaleros habilísimos, trabajaron en mi fabricación, y sus manes diestras maravillosamente fueron infundiéndome una solidez excepcional y una rara armonía de proporciones.
Con justicia mis camaradas
de ruta, a poco de conocerme, empezaron a llamarme El Cabal. Soy ancho, cómodo,
y, no obstante la gravedad de mi armazón, tiemblo ágilmente, con sacudidas ligerísimas,
sobre mi rodaje de cuatro ejes. No todos los coches de mi rango podrían jactarse
de otro tanto. Existe entre nosotros una aristocracia que, sin vacilaciones, acusaré
de advenediza: figuran en ella los vagones más jóvenes que yo, fabricados con tablas
secadas imperfectamente. Yo les llamo vagones "de bazar".
Su aspecto es bueno, pero
carecen de resistencia: pronto sus miembros se resienten del trabajo: crujen, gimen,
sus puertas no cierran bien, sus ventanillas cesan de ajustar, sus muelles fatigados
se desmoralizan... Además, por haber sido construidos de prisa y sin amor, les faltan
ciertos detalles complementarios indispensables a su ornamentación y a la perfecta
comodidad de los viajeros; y la verdadera distinción está en "el detalle"...
Las
unidades de "primera clase" se dividen en dos categorías: yo pertenezco
a la mejor, a la de más rancia y pura aristocracia, y las letras A que exornan
mis portezuelas pregonan mi alcurnia. El "cuarto-tocador" ocupa uno de
mis extremas, y en el centro—lugar el menos trepidante—llevo un "departamento-cama".
Mi interior, dividido en
seis compartimientos, es bello y blando, acariciador, confortador, lleno de previsiones;
femenino, en suma: los asientos, que fácilmente pueden ancharse y convertirse en
lechos; los almohadones mullidos; la
Curvatura,
propicia al descanso, de los respaldos; las abrazaderas, sobre las que el viajero
podrá descansar un brazo; los ceniceros ; la mesita que adorna la entreventana;
las cortinas, que modifican la luz solar; los tubos de la calefacción; los timbres
de alarma; los espejos biselados; los anuncios polícromos y las fotografías de lugares
célebres, que exornan mi tránsito; el silencio y precisión con que las puertas se
cierran y ajustan a sus marcos... ; todo, en fin, descubre en mí un alma de "hogar".
En invierno, especialmente y de noche, cuando el frío escarcha los cristales y la
máquina me envía a raudales generosos su calor, y todos mis inquilinos duermen,
y las manos de los enamorados se buscan enceladas y febriles bajo las mantas, entonces
mis compartimientos parecen alcobas sobre cuya tonalidad gris mis linternas, medio
cerradas, semejantes a párpados indolentes, vertiesen una casi imperceptible llovizna
de luz. ¡Bello y rotundo contraste!... Fuera de mí, el movimiento, la lucha, el
peligro, la obscuridad, el fragor troniente de los puentes, el estrépito ensordecedor
de los túneles, la lluvia, el granizo, la nieve, los vientos helados, la interminable
conquista de la tierra; y, dentro, la paz. El reposo, el bienestar de las actitudes
cómodas, el aire tibio, "la alegría de llegar", con que cada alma viajera
se echó a dormir. ¡Ah!...Cuando me auto inspecciono y me escucho vivir así, con esta doble vida tan plena, tan útil, pienso que yo, todo "mi yo", acogedor y bueno, es un corazón.
No sabría determinar
exactamente en qué momento mi personalidad comenzó, pues mi conciencia surgió, como
en los niños, por grados insensibles. Con arreglo a un modelo de los mejores, empezaron
a construirme, pero sin ensamblar mis miembros, porque la vía francesa es veinte
centímetros más angosta que la española, y mis constructores nece3itaban
transportan.
A la Península, que era
donde yo debía servir. Este es al período que podemos denominar fetal. Ya completamente
terminado, pero inconexo, desarticulado y amorfo, traspuse la frontera sobre
dos "trucks", y llegué a Irún.
Allí
organizaron mis piezas, las unieron, la empalmaron y trabaren solidísimamente unas
a otras, me encolaron, me enclavijaron, me barnizaron, me vistieron: allí mi figura
adquirió la silueta, el equilibrio de perfiles, que habían de constituir mi personalidad.
Soy, de consiguiente, español, puesto que "nací" en España, pero de
origen francés.Cuando, lentamente, con la suavidad de un lento despertar, fui comprendiéndome separado de los cuerpos que me rodeaban y distinto a ellos; cuando la idea milagrosa del "Yo" me iluminó, semejante a una antorcha, y pude decir
"soy...
existo..." ya me hallaba montado sobre los recios mecanismos de ejes, ruedas,
cojinetes y frenos, con que había de caminar después, y las entrañas capitales de
mi forzudo corpachón, así como la techumbre y las ventanas, hallabanse acopladas
y concluidas. Evidentemente no puedo explicar de otro modo el veloz incremento
de mi sentido intimo los dedos inteligentes de los herreros y carpinteros que
construyeron mis piezas más robustas, minuto a minuto fueron dejando en raí latidos
de pensamiento, y temblores de carne.
Cada manillazo que me asestaban,
era como un llamamiento que hacían a mi sensibilidad, embotada aún; las sierras
me libraban de los trozos inútiles; las garlopas y las escofinas que pulían mi tablaje,
me elegantizaban, y los tornillos de bronce con que aseguraban mis miembros eran
como ideas que fuesen clavándose en mí.
Durante
el impreciso amanecer de mi inteligencia, aquellos obreros me eran aborrecibles.Les odiaba y al propio tiempo les temía, porque según iban formando mi conciencia lo que hacían conmigo no causaba mayores sufrimientos.
Muy de mañana ocho o diez
de ellos penetraban en mí, armados de diversos instrumentos torturadores: éstos
esgrimían sierras, aquél un escoplo » estotro un berbiquí, un formón, una repasadera,
unas tenazas, un taladro o un martillo.
El serrín, que es mi sangre,
lo ensuciaba todo.
Para
ir encajando bien entre sí las diversas partes de mi armazón, mis verdugos me mutilaban,
me oprimían y atarazaban de innumerables modos. Los repeledoras ahondaban los clavos
de suerte que sus cabezas desaparecían en mí; las garlopas insaciables me arrancaban
la piel, que caía en virutas; las barrenas me traspasaban como remordimientos. Herido,
raspado, tundido a golpes, mi cuerpo vibraba, y a cada nuevo martillazo m.is entrañas
magulladas parecían romperse. Así, a fuerza de porrazos y de dolor— como la conciencia
en les hombres — nació mi conciencia.
Luego, aquellos bruscos
jayanes de anchas espaldas y entrecejo hosco, fueron substituidos por obreros más
minuciosos, silenciosos y pulidos, y
menos crueles. Eran los ebanistas, los electricistas,
los fumistas, los tapiceros, los cristaleros, los fontaneros, los broncistas y los
pintores, de que antes hablé. Todos, a porfía, me raspaban, me limaban, me clavaban,
me mordían...
¡No acababan de corregirme!...
y cuando parecía que ya nada tenían que añadir, volvían a empezar: quién para "rectificar"
una línea, me quitaba unas virutas, quién me ahincaba un tomillo... Todos, en una
palabra, me hacían daño; pero yo comprendía que asimismo todos me hacían bien, y
esta convicción me efervorízaba.
Más
que el ansia de vivir, el noble deseo de ser bello iba encendiéndome como a esas
mujeres que, a trueque de parecer bonitas, aceptan las peores torturas de la moda:
el calzado estrecho, los enormes sombreros que dificultan en las sienes la circulación...De día en día reconocíame más completo, más firme, más adornado y hermoso, en fin; y también más consciente. Yo era como un cerebro que va llenándose de ideas. Cada uno de aquellos obreros me daba — sin él saberlo— una partícula de su alma; estos elementos inteligentes y vibrantes, llenos de radioactividad, se acoplaban unos a otros y así mi espíritu, en estado de nebulosa todavía, iba surgiendo de la síntesis de todos ellos.
Al artístico prurito de
ser bello, añadióse muy pronto otro de alcurnia moral superior: el de ser bueno,
el de ser útil... Nació porque yo, desde
e1 lugar en que me hallaba,
veía pasar muchas veces al día los trenes que llegaban o salían de la estación;
y al advertir que todas sus unidades, fuesen de primera, de segunda o de tercera
clase, se parecían bastante a mí, deduje que en lo futuro mi misión sería, al igual
de la suya, transportar gentes de un lado a otro.
Cuando los cristaleros ocuparon
el vano de mis ventanas con magníficos cristales de una pieza, vibré do júbilo:
—Ya tengo ojos — me dije — y el polvo no podrá entrar en mí.
Cuando me proveyeron de
"aparatos de alarma", sentí el consuelo da no hallarme desamparado; y
cuando el electricista me impuso el dinamo y los hilos magos repartidores de la
luz, parecióme que dentro de mí acababa de entraba sol. Tengo mucho de humano: los
conductos de la calefacción, verbigracia, son mis arterias; las tuberías y desagües
da mi "cuarto-tocador", mis intestinos; los hilos de la electricidad,
mis nervios; mi voz, el traqueteo de mis músculos.
Un día cesaron de martillear
en mí y de añadirme adornos. Mis fabricantes y "servidores", puedo calificarles
así, barrieron y sacudieron mi interior escrupulosamente, abrillantaron mis broncee,
fregaron mis cristales hasta dejarlos tan impolutos que se confundían con el aire
límpido, bruñeron el barniz de mis revestimientos y silenciaron, con grasas especiales,
mis herrajes.
¡Divina juventud! Todo,
dentro de mí, mostraba una alegría: el suave tinte gris-claro de los asientos; la
blancura inmaculada de la sencilla labor de "crochet" que cubría los respaldos;
las barras de acero de las redecillas destinadas a equipajes; los picaportes y las
paredes relucientes, la densa alfombra roja y azul que tendía a lo largo de mi pasillo
una lozanía de pradera...
Yo también estaba
alegre; vibraba; tenía miedo.
¿Por qué?... ¿A qué?...
—Has empezado a vivir — me decía secretamente una voz.
Transcurrió otra noche.
Amaneció; ¡oh, con qué sobresalto esperé aquella aurora! A mí alrededor se armaban
otros muchos vagones traídos de Francia y el trajín de operarios era grande. De
pronto varios hombretones, colocados detrás de mí, me empujaron, y, por primera
vez... — ¡oh, hechizo excelso de "la primera
vez"!
— mis ruedas voltearon poderosas y calladas sobre los rieles fulgentes. Un sol admirable
de junio encendía el paisaje. Según avanzaba todo en torno mío comenzó a cambiar: cuanto hasta allí me fue
familiar se descomponía, y perspectivas nuevas surgieron ante mí.
La sensación de moverme,
que todavía ignoraba, me produjo pasmo y regocijo delirantes.
Hasta entonces yo había
estado quieto, y ahora me movía. Aprecié mi fuerza. ¡El movimiento!...
¿Qué es el movimiento?...
Yo era, en aquellos instantes, el mismo que había sido; y, sin embargo, era "otro".
Sin cambiar, tenía lo que nunca había tenido, y '"siendo" con todo el
imperio de un presente de indicativo, "me iba".
La Paradoja inexplicable!.
. . Evidentemente los tagarotes que me impedían me transmitían su fuerza... ¡Luego
la fuerza es algo capaz de separarse de la materia, ya que pasa de unos cuerpos
a otros sin deformarlos! ¡Luego si el espíritu es fuerza, puede gozar de un vivir
independiente y aparte!...
Advirtiéndome
desligado de la tierra, recibí la revelación de mi destino, que era el de andar,
sin echar raíces nunca. Yo, mientras mi vida vagabunda durase, sería a manera de
protesta o de constante reacción contra la quietud de aquellos árboles que me dieron
su madera; frente a su eterno reposo, mi eterno vagar; frente a su silencio, mi
escándalo. Dentro de mí, ni los tornillos ni las caobas y encinas centenarias, gemían;
todo estaba felizmente acoplado y justo; nada sobraba, nada tampoco permanecía ocioso;
mi rodar era callado y elástico, y experimenté el orgullo de mi salud fuerte, de
mi organismo bien constituido, de mi euritmia perfecta.
Continué alejándome de los
talleres, y, por instantes, la alegría de existir y "de sentirme", me
embriagaba. Ya cerca de la Estación, y dispuestos
junto a las líneas ferroviarias principales, había algunos viejos vagones sin ruedas,
clavados en la tierra y convertidos en casetas de guardavías. —Son coches inservibles
— pensé.
Y no tuve para ellos ni
una compasión.
Estremecimientos fortísimos
de inquietud y de júbilo me sacudían y me impedían meditar.
El aire era fresco, perfumado,
y como empapado de luz. En torno mío, campos verdes inmensos, árboles... ¡muchos
árboles!... que bajo la lumbrarada riente del sol parecían esmeraldas; caseríos
blancos, tejas rojas. . . un puente... y, al fondo, lejos, recortándose sobre el
purísimo zafiro celeste, una procesión de montañas obscuras—los Pirineos—y al otro
lado el mar... —Pronto —me dije — conoceré todo eso... porque todo ello pasará
junto a mí...
Sentíame
vibrar, orgulloso, contento, dueño del mundo. Las rutas del horizonte iban a ser
mías. Mi alegría, desbordante de vigor, era la del caballo de carreras que entra
en un hipódromo.
GENIAL, me encanto!!!!
ResponderEliminar¡Buenísimo, Ricky! Beso grande.
ResponderEliminarQue maravilla!!!muy precioso
ResponderEliminarImpecable el trabajo que has hecho Ricky!! Nunca antes lo había leído, me encantó, las imágenes que lo ilustran excelentes!! Felicitaciones!!!
ResponderEliminarExcelente Ricky!!!! me encanta!!!!
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