jueves, 26 de julio de 2018

Memorias de un Vagón de Ferrocarril


MEMORIAS DE UN VAGÓN
DE FERROCARRIL
De EDUARDO ZAMACOIS
Capítulo I
La alegría de andar. (Croquis de un viaje por tierras
de Puerto Rico y Cuba, Estados Unidos, Centro
América y América del Sur.)

 Nací, por fortuna mía, vagón de primera clase, y mi ejecutoria acredita la reciedumbre y nobleza de mi origen. En las buenas estaciones provincianas, y más aún en las fronterizas, donde abundan los tipos cosmopolitas acostumbrados a viajar, mi aspecto prócer y la pátina oscura que me dieron, primero mis barnizadores y luego la cruda intemperie y el polvo de los caminos, dicen mi largo historial vagabundo y atraen la curiosidad de las gentes.
Procedo de Francia, de los famosos talleres de Saint-Denis, pero fui construido con materiales oriundos de diferentes países, y esta especie de "protoplasma internacional" — llamémoslo así — que me integra, unido a mi vivir errático, me vedan sentir fuertemente ese "amor a la patria", en cuyo nombre la ciega humanidad se ha despedazado tantas veces.
La. Compañía que me trajo a España paga con arreglo al cambio de aquel día veinte mil duros por mí. Los merezco. Casi en totalidad estoy hecho con piezas de caoba y encina que, tras de perder toda el agua de sus fibras leñosas durante varios años de estadía en los secaderos, fueron severamente endurecidas bajo la llama del soplete; únicamente ciertos pormenores y adornos de mi individuo son de roble, y me cubre una tablazón de "teak", madera muy semejante al pino que viene del Norte europeo, y es inaccesible a los cambios atmosféricos.
Mi peso neto — quiero decir— cuando estoy vacío, excede de treinta y seis toneladas.


 Tengo más de diez y ocho metros de longitud y tres metros y cincuenta centímetros de altura, y la amplitud de mi techumbre cóncava posee una majestad de bóveda. Durante muchos meses numerosos forjadores, carpinteros, ebanistas, tapiceros, fontaneros, lampistas, electricistas, estufistas y cristaleros habilísimos, trabajaron en mi fabricación, y sus manes diestras maravillosamente fueron infundiéndome una solidez excepcional y una rara armonía de proporciones.
Con justicia mis camaradas de ruta, a poco de conocerme, empezaron a llamarme El Cabal. Soy ancho, cómodo, y, no obstante la gravedad de mi armazón, tiemblo ágilmente, con sacudidas ligerísimas, sobre mi rodaje de cuatro ejes. No todos los coches de mi rango podrían jactarse de otro tanto. Existe entre nosotros una aristocracia que, sin vacilaciones, acusaré de advenediza: figuran en ella los vagones más jóvenes que yo, fabricados con tablas secadas imperfectamente. Yo les llamo vagones "de bazar".
Su aspecto es bueno, pero carecen de resistencia: pronto sus miembros se resienten del trabajo: crujen, gimen, sus puertas no cierran bien, sus ventanillas cesan de ajustar, sus muelles fatigados se desmoralizan... Además, por haber sido construidos de prisa y sin amor, les faltan ciertos detalles complementarios indispensables a su ornamentación y a la perfecta comodidad de los viajeros; y la verdadera distinción está en "el detalle"...
Las unidades de "primera clase" se dividen en dos categorías: yo pertenezco a la mejor, a la de más rancia y pura aristocracia, y las letras A que exornan mis portezuelas pregonan mi alcurnia. El "cuarto-tocador" ocupa uno de mis extremas, y en el centro—lugar el menos trepidante—llevo un "departamento-cama".
Mi interior, dividido en seis compartimientos, es bello y blando, acariciador, confortador, lleno de previsiones; femenino, en suma: los asientos, que fácilmente pueden ancharse y convertirse en lechos; los almohadones mullidos; la
Curvatura, propicia al descanso, de los respaldos; las abrazaderas, sobre las que el viajero podrá descansar un brazo; los ceniceros ; la mesita que adorna la entreventana; las cortinas, que modifican la luz solar; los tubos de la calefacción; los timbres de alarma; los espejos biselados; los anuncios polícromos y las fotografías de lugares célebres, que exornan mi tránsito; el silencio y precisión con que las puertas se cierran y ajustan a sus marcos... ; todo, en fin, descubre en mí un alma de "hogar". En invierno, especialmente y de noche, cuando el frío escarcha los cristales y la máquina me envía a raudales generosos su calor, y todos mis inquilinos duermen, y las manos de los enamorados se buscan enceladas y febriles bajo las mantas, entonces mis compartimientos parecen alcobas sobre cuya tonalidad gris mis linternas, medio cerradas, semejantes a párpados indolentes, vertiesen una casi imperceptible llovizna de luz. ¡Bello y rotundo contraste!... Fuera de mí, el movimiento, la lucha, el peligro, la obscuridad, el fragor troniente de los puentes, el estrépito ensordecedor de los túneles, la lluvia, el granizo, la nieve, los vientos helados, la interminable conquista de la tierra; y, dentro, la paz. El reposo, el bienestar de las actitudes cómodas, el aire tibio, "la alegría de llegar", con que cada alma viajera se echó a dormir. ¡Ah!...
 Cuando me auto inspecciono y me escucho vivir así, con esta doble vida tan plena, tan útil, pienso que yo, todo "mi yo", acogedor y bueno, es un corazón.
No sabría determinar exactamente en qué momento mi personalidad comenzó, pues mi conciencia surgió, como en los niños, por grados insensibles. Con arreglo a un modelo de los mejores, empezaron a construirme, pero sin ensamblar mis miembros, porque la vía francesa es veinte centímetros más angosta que la española, y mis constructores nece3itaban transportan.
A la Península, que era donde yo debía servir. Este es al período que podemos denominar fetal. Ya completamente terminado, pero inconexo, desarticulado y amorfo, traspuse la frontera sobre dos "trucks", y llegué a Irún.
Allí organizaron mis piezas, las unieron, la empalmaron y trabaren solidísimamente unas a otras, me encolaron, me enclavijaron, me barnizaron, me vistieron: allí mi figura adquirió la silueta, el equilibrio de perfiles, que habían de constituir mi personalidad. Soy, de consiguiente, español, puesto que "nací" en España, pero de origen francés.


 Cuando, lentamente, con la suavidad de un lento despertar, fui comprendiéndome separado de los cuerpos que me rodeaban y distinto a ellos; cuando la idea milagrosa del "Yo" me iluminó, semejante a una antorcha, y pude decir
"soy... existo..." ya me hallaba montado sobre los recios mecanismos de ejes, ruedas, cojinetes y frenos, con que había de caminar después, y las entrañas capitales de mi forzudo corpachón, así como la techumbre y las ventanas, hallabanse acopladas y concluidas. Evidentemente no puedo explicar de otro modo el veloz incremento de mi sentido intimo los dedos inteligentes de los herreros y carpinteros que construyeron mis piezas más robustas, minuto a minuto fueron dejando en raí latidos de pensamiento, y temblores de carne.
Cada manillazo que me asestaban, era como un llamamiento que hacían a mi sensibilidad, embotada aún; las sierras me libraban de los trozos inútiles; las garlopas y las escofinas que pulían mi tablaje, me elegantizaban, y los tornillos de bronce con que aseguraban mis miembros eran como ideas que fuesen clavándose en  mí.
Durante el impreciso amanecer de mi inteligencia, aquellos obreros me eran aborrecibles.


 Les odiaba y al propio tiempo les temía, porque según iban formando mi conciencia lo que hacían conmigo no causaba mayores sufrimientos.
Muy de mañana ocho o diez de ellos penetraban en mí, armados de diversos instrumentos torturadores: éstos esgrimían sierras, aquél un escoplo » estotro un berbiquí, un formón, una repasadera, unas tenazas, un taladro o un martillo.
El serrín, que es mi sangre, lo ensuciaba todo.
Para ir encajando bien entre sí las diversas partes de mi armazón, mis verdugos me mutilaban, me oprimían y atarazaban de innumerables modos. Los repeledoras ahondaban los clavos de suerte que sus cabezas desaparecían en mí; las garlopas insaciables me arrancaban la piel, que caía en virutas; las barrenas me traspasaban como remordimientos. Herido, raspado, tundido a golpes, mi cuerpo vibraba, y a cada nuevo martillazo m.is entrañas magulladas parecían romperse. Así, a fuerza de porrazos y de dolor— como la conciencia en les hombres — nació mi conciencia.


Luego, aquellos bruscos jayanes de anchas espaldas y entrecejo hosco, fueron substituidos por obreros más minuciosos, silenciosos y pulidos,  y menos crueles. Eran los ebanistas, los  electricistas, los fumistas, los tapiceros, los cristaleros, los fontaneros, los broncistas y los pintores, de que antes hablé. Todos, a porfía, me raspaban, me limaban, me clavaban, me mordían...
¡No acababan de corregirme!... y cuando parecía que ya nada tenían que añadir, volvían a empezar: quién para "rectificar" una línea, me quitaba unas virutas, quién me ahincaba un tomillo... Todos, en una palabra, me hacían daño; pero yo comprendía que asimismo todos me hacían bien, y esta convicción me efervorízaba.
Más que el ansia de vivir, el noble deseo de ser bello iba encendiéndome como a esas mujeres que, a trueque de parecer bonitas, aceptan las peores torturas de la moda: el calzado estrecho, los enormes sombreros que dificultan en las sienes la circulación...

 De día en día reconocíame más completo, más firme, más adornado y hermoso, en fin; y también más consciente. Yo era como un cerebro que va llenándose de ideas. Cada uno de aquellos obreros me daba — sin él saberlo— una partícula de su alma; estos elementos inteligentes y vibrantes, llenos de radioactividad, se acoplaban unos a otros y así mi espíritu, en estado de nebulosa todavía, iba surgiendo de la síntesis de todos ellos.
Al artístico prurito de ser bello, añadióse muy pronto otro de alcurnia moral superior: el de ser bueno, el de ser útil... Nació porque yo, desde
e1 lugar en que me hallaba, veía pasar muchas veces al día los trenes que llegaban o salían de la estación; y al advertir que todas sus unidades, fuesen de primera, de segunda o de tercera clase, se parecían bastante a mí, deduje que en lo futuro mi misión sería, al igual de la suya, transportar gentes de un lado a otro.
Cuando los cristaleros ocuparon el vano de mis ventanas con magníficos cristales de una pieza, vibré do júbilo: —Ya tengo ojos — me dije — y el polvo no podrá entrar en mí.

 Cuando los estufistas tendieron a lo largo del corredor y bajo mis asientos los tubos de la calefacción, y los tapiceros me alfombraron y revistieron mi interior de mollares colchonetas, pensé: —Los que viajen conmigo ya no sentirán frío.
Cuando me proveyeron de "aparatos de alarma", sentí el consuelo da no hallarme desamparado; y cuando el electricista me impuso el dinamo y los hilos magos repartidores de la luz, parecióme que dentro de mí acababa de entraba sol. Tengo mucho de humano: los conductos de la calefacción, verbigracia, son mis arterias; las tuberías y desagües da mi "cuarto-tocador", mis intestinos; los hilos de la electricidad, mis nervios; mi voz, el traqueteo de mis músculos.
Un día cesaron de martillear en mí y de añadirme adornos. Mis fabricantes y "servidores", puedo calificarles así, barrieron y sacudieron mi interior escrupulosamente, abrillantaron mis broncee, fregaron mis cristales hasta dejarlos tan impolutos que se confundían con el aire límpido, bruñeron el barniz de mis revestimientos y silenciaron, con grasas especiales, mis herrajes.
¡Divina juventud! Todo, dentro de mí, mostraba una alegría: el suave tinte gris-claro de los asientos; la blancura inmaculada de la sencilla labor de "crochet" que cubría los respaldos; las barras de acero de las redecillas destinadas a equipajes; los picaportes y las paredes relucientes, la densa alfombra roja y azul que tendía a lo largo de mi pasillo una lozanía de pradera...
Yo también estaba alegre; vibraba; tenía miedo.
¿Por qué?... ¿A qué?... —Has empezado a vivir — me decía secretamente una voz.
Transcurrió otra noche. Amaneció; ¡oh, con qué sobresalto esperé aquella aurora! A mí alrededor se armaban otros muchos vagones traídos de Francia y el trajín de operarios era grande. De pronto varios hombretones, colocados detrás de mí, me empujaron, y, por primera vez... — ¡oh, hechizo excelso de "la primera
vez"! — mis ruedas voltearon poderosas y calladas sobre los rieles fulgentes. Un sol admirable de junio encendía el paisaje. Según avanzaba todo en torno mío  comenzó a cambiar: cuanto hasta allí me fue familiar se descomponía, y perspectivas nuevas surgieron ante mí.


La sensación de moverme, que todavía ignoraba, me produjo pasmo y regocijo delirantes.
Hasta entonces yo había estado quieto, y ahora me movía. Aprecié mi fuerza. ¡El movimiento!...
¿Qué es el movimiento?... Yo era, en aquellos instantes, el mismo que había sido; y, sin embargo, era "otro". Sin cambiar, tenía lo que nunca había tenido, y '"siendo" con todo el imperio de un presente de indicativo, "me iba".
La Paradoja inexplicable!. . . Evidentemente los tagarotes que me impedían me transmitían su fuerza... ¡Luego la fuerza es algo capaz de separarse de la materia, ya que pasa de unos cuerpos a otros sin deformarlos! ¡Luego si el espíritu es fuerza, puede gozar de un vivir independiente y aparte!...
Advirtiéndome desligado de la tierra, recibí la revelación de mi destino, que era el de andar, sin echar raíces nunca. Yo, mientras mi vida vagabunda durase, sería a manera de protesta o de constante reacción contra la quietud de aquellos árboles que me dieron su madera; frente a su eterno reposo, mi eterno vagar; frente a su silencio, mi escándalo. Dentro de mí, ni los tornillos ni las caobas y encinas centenarias, gemían; todo estaba felizmente acoplado y justo; nada sobraba, nada tampoco permanecía ocioso; mi rodar era callado y elástico, y experimenté el orgullo de mi salud fuerte, de mi organismo bien constituido, de mi euritmia perfecta.
Continué alejándome de los talleres, y, por instantes, la alegría de existir y "de sentirme", me embriagaba.  Ya cerca de la Estación, y dispuestos junto a las líneas ferroviarias principales, había algunos viejos vagones sin ruedas, clavados en la tierra y convertidos en casetas de guardavías. —Son coches inservibles — pensé.
Y no tuve para ellos ni una compasión.
Estremecimientos fortísimos de inquietud y de júbilo me sacudían y me impedían meditar.
El aire era fresco, perfumado, y como empapado de luz. En torno mío, campos verdes inmensos, árboles... ¡muchos árboles!... que bajo la lumbrarada riente del sol parecían esmeraldas; caseríos blancos, tejas rojas. . . un puente... y, al fondo, lejos, recortándose sobre el purísimo zafiro celeste, una procesión de montañas obscuras—los Pirineos—y al otro lado el mar... —Pronto —me dije — conoceré todo eso... porque todo ello pasará junto a mí...
Sentíame vibrar, orgulloso, contento, dueño del mundo. Las rutas del horizonte iban a ser mías. Mi alegría, desbordante de vigor, era la del caballo de carreras que entra en un hipódromo.

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Muchas Gracias a SAG AB por esta bella Mención

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